'Afanador': El ego del creador y la fatiga del espectador
La ciudad, en invierno, se mueve de otra forma. Todo es más
rápido. Es como si cada fragmento de la realidad buscase un refugio, como si el movimiento
ahuyentase al frío y a la humedad. Todo se mueve al ritmo de la huida; la
ciudad baila como baila el resto del universo; y la danza es lo que sacude al
ser humano desde el principio de los tiempos.
Ya es la hora. Si el espectáculo que llega al Teatro Real de
Madrid lo hace precedido de halagos y críticas que hablan de lo extraordinario,
el run run especial que precede a las cosas que deberían ser importantes inunda
cada rincón del vestíbulo principal. Y el pasado sábado ese sonido de fondo se
escuchaba con fuerza.
Ruven Afanador siempre ejerció una mirada sobre la España
más cañí desde el surrealismo radical y la fantasía que nace de la luz intensa
del sol andaluz reflejado por canteras (como la de El Palmar de Troya) o por la
tierra de un cortijo cualquiera de la provincia de Sevilla; una mirada en la
que han tenido espacio los excesos, la extravagancia y el disparate de abanicos
enormes, postizos propios de una deidad inmensa representada por un cuerpo de
mujer menuda y un negro sobre el blanco más puro (qué referencia tan bonita al
enorme lazo negro con el que posara Matilde Coral frente a la cámara de Afanador
o a la camisa de mangas de acordeón con las que el fotógrafo retrató a Daniel
Saltares). Y de sus fotografías, publicadas en dos hermosos ejemplares
titulados Mil besos (2009) y Ángel gitano (2014), llegaba la inspiración a la
casa de director alicantino Marcos Morau (Onteniente, 1982) para intentar
mezclar unos ingredientes fabulosos en busca de la obra definitiva que sirviera
de buque insignia al Ballet Nacional de España.
Treinta y tres bailarines excepcionales; una iluminación
quirúrgica a veces y perfecta siempre; un vestuario muy bien trabajado… ingredientes
no faltaban. Pero, a veces, las cosas no son como se esperan. Y es que el
espectáculo tiene cosas muy, muy, buenas y otras bastante regulares; aburridas
por el exceso de hermetismo e interminables por el exceso de egocentrismo.
'Afanador del BNE. / Javier del Real |
Así, el grado de exigencia que soporta el espectador es tremendo.
El contraste del negro sobre el blanco durante una hora y tres cuartos es tan
agotador como el esfuerzo que requiere entender lo que se cuenta. Los
bailarines se entregan por completo y emocionan al comenzar aunque tanto
aparato y tanto elemento acaba por sepultar su talento. Un primer cuadro que
representa el mundo de la moda y los negocios en lo que todo lo ordena un poder
que convierte en iguales a las personas que se arremolinan alrededor de una
realidad de cartón piedra da paso a otro en el que vemos sólo las piernas de
los bailarines que rematan la idea anterior; una niña que se hace mujer, las
envidias y los entresijos del mundo del arte… y llega un momento en el que hay
que desconectar porque la fatiga que provoca deducir, intuir o inventar, es tal que
se hace carga insoportable (por cierto, la música sintetizada llega a ser
abrumadora, perturbadora y bastante aburrida). Todo se alarga de forma
innecesaria y casi grotesca por la vanidad y el egocentrismo que todo lo
envuelve (el cuadro final protagonizado por Rubén Olmo resulta exagerado y no
parece que sea demasiado bueno para un espectáculo que estaba agotado mucho antes
de llegar ese momento).
'Afanador' dirigido por Marcos Morau. / Javier del Real |
Dicho todo esto, creo que estos espectáculos tan
extravagantes pueden mejorar con el tiempo si son revisados con cariño y sin
cargarse la esencia de la idea primitiva. Es más, seguramente, los espectadores
sean capaces de leer mejor el espectáculo pasados unos días. Al fin y al cabo,
han visto bailar y en el universo todo se mueve al mismo son. Lo ancestral
termina brillando y dejándose ver. Y somos seres humanos en constante diálogo a
través de las artes.
G. Ramírez
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