El formidable tercer capítulo de la serie 'The Last of Us'
Podría intentar un análisis profundo de la serie ‘The Last
of Us’ en su conjunto, pero ya se han dicho tantas cosas que me parece
innecesario. Aunque no puedo dejar de hablar del tercer capítulo de esta
primera temporada de la serie. Sencillamente, me parece un episodio fantástico,
lleno de expresividad, soportado por una estética de las distintas violencias
con las que convide el ser humano que pocas veces se ha logrado construir con
tanta delicadeza. Porque la violencia también tiene su estética.
Hablo de este capítulo de la serie sin saber en qué consiste
el videojuego del que nació la idea y sin preocuparme por descubrirlo. Del
mismo modo que la adaptación de una novela al cine es independiente del
original, esta serie es un producto autónomo y no se puede exigir al espectador
valorarlo con un videojuego en la otra mano. Por tanto, si ‘Long Long Time’
(así se llama el episodio) se aleja de la historia original, no importa, no es
relevante.
Una advertencia. Aunque he intentado no desvelar gran cosa del contenido de este tercer capítula de la primera temporada de 'The Last of Us', creo que no lo he logrado. Si no ha disfrutado ya de esos sesenta minutos de gran cine (es gran cine) deje de leer.
El tercer capítulo de la primera temporada de ‘The Last of
Us’ se recordará por mucho tiempo por los aficionados a las series televisivas.
Por la carga expresiva tan descomunal que arrastra, en primer lugar. Por ejemplo,
las primeras imágenes nos muestran al protagonista, Joel (serio y solvente Pedro
Pascal), construyendo una pequeña torre de piedras a la orilla de un río. Ha
perdido a su compañera Tess (una pena que la actriz Anna Torv no tenga más
presencia en la serie) y este es el único homenaje que puede hacer. El entorno
está formado por una naturaleza viva, salvaje, llena de futuro. Y Joel termina
caminando en silencio, disfrutando de la paz de un bosque, de un río y de un
cielo que invita a la esperanza. Y es que el ser humano siempre soportó la
ausencia pegando los pies al suelo, conectando con los orígenes y con eso que
no vemos y que intuimos como cierto, con lo que hay más allá. Los creadores de
la serie, Neil Druckmann y Craig Mazin, saben que narrar despacio, sin ser
explícitos, es mucho más efectivo que cualquier otra cosa. Porque el espectador
no tiene más remedio que sentir con los personajes. Pero eso es sólo un
aperitivo puesto que la historia de Bill y Frank es una explosión de buen cine,
de profundidad en la construcción de los personajes, de narrativa construida
sobre elementos fundamentales.
Bill y Frank son gais (algo muy criticado por aquellos que dicen que eso de meter con calzador a los negros, a los gais, a los trans… es perverso y una moda que perjudica claramente a los que no lo son; una bobada como un edificio de seis plantas puesto que los negros, esquimales, gais, transexuales o pintores de brocha gorda existen y forman parte de la realidad). Bill y Frank son personas humanas y viven en Massachusetts al margen del desastre descomunal en el que se han convertido el planeta Tierra. Bill y Frank aprenden a valorar esas pequeñas cosas que tanto trabajo cuesta conseguir y, sobre todo, conservar (la escena de las fresas es una auténtica maravilla). La suma de ambos es igual a la condición humana en su conjunto. Amor y violencia; delicadeza y brusquedad; amistad y rechazo.
Nos cuentan una vida en una hora. Una vida entera. Y, por
supuesto, es la elipsis la que permite que eso pueda ocurrir. El montaje se
convierte en una maravilla que deja huecos enormes que rellena el espectador
sin riesgo de equivocación. Lo dicho expresamente convierte esas elipsis en
lugares narrativos de máxima seguridad. Y eso es muy difícil de conseguir. Y no
se pierde el hilo narrativo general de la serie. La introducción de personajes
ya conocidos se hace con mucha destreza y se consigue un efecto maravilloso.
Vemos a esos dos personajes evolucionar. Vemos el interior más humano y sensible de un personaje duro como Joel; nos enseñan la autosuficiencia de Ellie (qué bien lo hace la joven Bella Ramsey), su valentía. Y vemos un mundo hundido por completo que debería conmovernos aunque lo que nos hace trizas es saber que el amor verdadero es lo que soporta a toda la especie.
Nick Offerman encarna a Bill. Murray Bartlett es Frank. Y,
tal vez sin saberlo, han protagonizado el mejor capítulo de serie televisiva
rodado en los últimos años.
Nirek Sabal
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