El arte es cosa de todos
Viene bien recordar un momento de
mi actividad docente que me marcó de forma definitiva. Aunque esto ocurrió hace
ya muchos años, lo tengo presente siempre que hablo de literatura, ópera,
pintura o escultura. Fue una de esas cosas inesperadas que te enseñan más que
cualquier manual. Fue uno de esos momentos emocionantes que te hacen modificar
el punto de vista. En cualquier caso, es algo que he llevado conmigo durante
todos estos años.
El muchacho se llamaba Javier.
Era jugador de rugby. Compartimos aula durante un año en la Escuela de Letras
de Madrid. Desde el primer día, presumió de estar allí para perder el tiempo y
el dinero, de estar allí obligado puesto que era un lugar ajeno que no le
correspondía. Todo lo que leíamos, todo lo que escribían sus compañeros o él
mismo, le producía una risita incontrolable. Porque todo lo que se hacía allí
le parecía ridículo, hortera y prescindible; cosas de gente extravagante que no
tenía otra cosa en la que gastar su tiempo.
Sin embargo, en un par de textos
que escribió y que, lógicamente, tuve que valorar, me pareció encontrar algo
inusual, algo que permanecía escondido tras la camiseta a rayas verdes y
blancas y un balón con forma de melón. El jugador de rugby procuraba escribir
como si estuviera disputando una melé. Era brusco, utilizaba términos ásperos,
casi violentos. Pero ocultaba una sensibilidad y una intuición con el lenguaje
que, afortunadamente, asomaba en lo que escribía sin que él lo pudiese
controlar (igual que su amor por el rugby al disputar esas melés). Ya les
adelanto que ser leído con atención es, a menudo, muy peligroso si el lector
sabe interpretar un texto.
Pues bien, aunque me dedicaba a
la narrativa, una tarde sorprendí a mis alumnos con una clase de poesía. Dejé
sobre la mesa siete u ocho libros de poemas y les hablé de las diferencias que
había entre un relato y un poema, de los códigos tan distintos que se
utilizaban en cada caso y de esas cosas que se manejan en un aula de
literatura. Tenía por costumbre leer yo mismo los textos que usaba como ejemplo
en cada clase, pero, ese día, pedí que alguien lo hiciera por mí. Naturalmente,
nadie levantó la mano dado que las exigencias solían ser extraordinarias y,
supongo, que nadie quiso arriesgar sin ton ni son. Pedí a Javier que fuera él
quien lo hiciera. Con su media sonrisa burlona bien visible para todos, con
cierta prepotencia en el gesto, se levantó y se acercó hasta mi mesa. Le
entregué uno de los libros, señalé el poema que debía leer, me retiré unos
pasos y le pedí que comenzase. No había terminado el primer verso y le
interrumpí para pedirle que dejase de leer como si aquello fuesen las
instrucciones de una batidora. Haz un esfuerzo y cuéntanos lo que dice el
poeta. Intenta gustar, querido. Comenzó de nuevo. El poema era de César
Vallejo. Decía así:
Se acabó el extraño, con quien, tarde / la noche, regresabas parla y
parla. / Ya no habrá quien me aguarde,/ dispuesto mi lugar, bueno lo malo. / Se
acabó la calurosa tarde; / tu gran bahía y tu clamor; la charla / con tu madre
acabada / que nos brindaba un té lleno de tarde. / Se acabó todo al fin: las
vacaciones / tu obediencia de pechos, tu manera / de pedirme que no me vaya
fuera. / Y se acabó el diminutivo, para / mi mayoría en el dolor sin fin, / y
nuestro haber nacido así sin causa.
Acabó como buenamente pudo. Cerró
el libro, se sentó en mi silla y no pudo contener un llanto desconsolado,
tremendo; que dejó a todos paralizados. Nadie se atrevía a decir ni pío. Fue él
quien dijo que lo sentía mucho, que el poema le había recordado a su único y
verdadero amor. Que se iba a dar una vuelta si no nos importaba.
Desde aquel día, Javier dejó su
tontería en algún lugar alejado y se convirtió en uno de los mejores alumnos
que jamás he tenido. Nunca me preguntó por los encabalgamientos que presenta el
poema o por la estructura cercana al soneto o por la prosodia. Eso era lo de
menos. Javier había descubierto la emoción, su propia sensibilidad, la utilidad
de lo escrito, la importancia de la experiencia propia y vicaria, y lo
demoledor que resulta la unión de ambas.
Cuento todo esto porque me
encuentro, de forma habitual, con personas que tachan las obras de arte (por
sistema) de inservibles, de estafas y de insultos a la inteligencia. Es posible
que, en algunos casos, sea así; que la obra sea una mala muestra de lo que debe
considerarse como obra de arte. Es posible. Pero lo que es seguro es que, a
muchos de los que opinan de este modo, les puede lo que llamamos ignorancia.
Por favor, no apliquen un sentido peyorativo al término; todos nosotros somos
ignorantes respecto a alguna faceta de la realidad.
No saber, no comprender, es
motivo de rechazo. Y es esto algo muy normal en todas las parcelas que tienen
que ver con el arte. Leer una novela en la que el autor utiliza un vocabulario
extraño para el lector y estructuras gramaticales nunca enfrentadas para este,
es incómodo y molesto. Pero no hace que esa molestia convierta la novela en un
relato mejor o peor. Mirar un cuadro que no tiene sentido alguno para el
observador puede llegar a resultar un tostón aunque podría ser que ese cuadro
fuera técnicamente una joya con un sentido admirable. Sentarse por primera vez
en el patio de butacas de un teatro para asistir a la representación de una
obra de Benjamin Britten puede acabar en aburrimiento si es un primer contacto
del espectador con la ópera. Porque esto del arte requiere un aprendizaje como
cualquier otra cosa de este mundo. Construir un criterio sólido para poder
valorar, entender y disfrutar una obra de arte no es algo que se pueda hacer
sin esfuerzo, sin quemar etapas (largas y numerosas).
Lo que ya no parece tan
complicado ni tan difícil (de hecho es algo más que habitual) es negar la
importancia de la cultura, de las obras de arte o creer que eso es cosa de
finolis, de estirados y de snobs. No deja de ser sorprendente, porque el arte
tiene mucho que ver con lo que somos, con lo que es el mundo entero; porque el
arte es la representación de la consciencia colectiva del ser humano desde que
este lo es; porque el arte es la única forma que el hombre ha encontrado para
explicarse y explicar su entorno. Unas veces con gran acierto, otras con menos;
algunas con forma de estafa; pero siempre con la intención de aprehender eso
que es imposible de agarrar, con la intención de aportar el sentido necesario a
nuestra existencia. El hombre tiene la vocación de ser infinito y el arte es la
materialización de ese afán universal.
También me encuentro con personas
empeñadas en colgar la etiqueta de elitista al arte. Estos son peores y suelen
coincidir con los que conocemos como snobs. Creen que es cosa privada de los
entendidos. Eso es un error porque el arte se nutre de las personas, deja de
tener sentido sin ellas. Aunque, creo yo, lo mejor es no hacer mucho caso. Por
ejemplo, un snob no es otra cosa que un gilipollas disfrazado de snob.
El arte es de todos. Por ello, es
difícil entender cómo algunos lo maltratan, cómo los políticos lo utilizan como
moneda de cambio o, sencillamente, lo ignoran. Es inexplicable que las leyes de
educación españolas, una tras otras, silencien las humanidades, todo lo que
tenga que ver con el arte.
El arte es elitista para los que
creen que son la élite. El arte es universal para el que quiere entender qué
demonios pinta en todo esto que llamamos vida; para el que descubre, no ya su
mundo, sino el mundo entero, contemplando una escultura o escuchando la novena
sinfonía de Ludwig van Beethoven. El arte es el cosmos y, desde luego, no es
propiedad de nadie.
G. Ramírez
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