Muchas veces me preguntan por qué
amo la música, por qué me empeño en crear una banda sonora de mi propia vida
acudiendo a conciertos de jazz o a la ópera, a cualquier lugar en el que la
música sea la protagonista. Y no suelo contestar porque estas cosas no se
pueden explicar sin dejar parte del sentido escondido detrás de alguna
expresión imperfecta, de una palabra inexacta o de un gesto difícil de
comprender.
Lo voy a intentar aunque no tengo
la más mínima esperanza de éxito.
El mundo es extraño,
incomprensible y, muchas veces, tosco, inaguantablemente feo. Sin embargo,
siendo un jovencito, cuando aparecieron los primeros reproductores de música,
paseaba por alguna calle de Madrid escuchando a Bill Evans en uno de ellos. Al
detenerme en un paso de cebra con el fin de no morir arrollado por un coche, vi
a un hombre mal vestido, sucio, con una botella de vino en la mano, a medio
beber. Gritaba algo que yo no escuchaba.
Escuchaba a Evans y aquel tipo se
convirtió en una obra de arte. La música lo envolvió, hizo que su aspecto
representara una parte del mundo a la que no podría dar la espalda porque era
tan bella como otra cualquiera. Al fin y al cabo era la realidad que me tocaba
vivir y, si no le encontraba la zona amable, era insoportable.
A partir de aquel momento
comprendí que la música no se escucha y solo eso, que la música ordena el
universo, el tiempo y, además, le aporta sentido, un significado. Pero sobre
todo entendí que aprender y aprehender la realidad es posible.
Espero que el ejemplo sea
suficiente. Porque no sé decir lo mismo de otra forma que no sea esta.
Nirek Sabal
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