El día que los jóvenes se dejaron ver

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El arte es la representación de la realidad una vez que traspasa el filtro que representa la consciencia del ser humano. Una realidad que se compone de todo el universo compartido por hombres, mujeres, jóvenes o niños. Hablar de las personas supone hablar de lo que son sin olvidar lo fundamental, sin esquivar lo profundo; hablar de las personas es hablar de lo que sienten y de cómo perciben la realidad. Las heridas del tiempo es un claro ejemplo de ese arte comprometido con la realidad y con las personas.

El teatro es un espectáculo y, por ello, debemos encontrar en él una serie de ingredientes imprescindibles. Diversión, una buena trama, estética (la que sea necesaria)… Rellenen ustedes este espacio que abre los puntos suspensivos, pero no olviden lo fundamental: conocimiento y emoción. Todo espectáculo que carezca de esto se convierte en puro divertimento, en ocio a secas, y deja la esencia del teatro mutilada gravísimamente.

El teatro es fuente de conocimiento y una de las cavernas en las que el ser humano guarda sus emociones más intensas desde el principio de los tiempos.

Las heridas del tiempo se representa en el Teatro Lara de Madrid. Cada miércoles. A Sevilla llegará el próximo mes de enero. Con el texto del autor y director Juan Carlos Rubio, dos sillas de tijera, cinco puntos de luz y dos actores, una pequeña sala se convierte en ese lugar, tan extraño de encontrar, en el que la condición humana estalla en mil pedazos para que el espectador se vea obligado a reflexionar y entender (se). Tal vez, alguien puede estar pensando que estas cosas suceden en los teatros, que tampoco es para tanto. Y es verdad que esto es lo que debería ocurrir, siempre, aunque no es así; desgraciadamente, no es así. Si que es para tanto encontrarse con un texto como este, una actriz en estado de gracia y una economía de medios tan bien explotada. Es una rareza. El problema es que estamos tan acostumbrados a la mediocridad que damos por bueno cualquier espectáculo (mediocre, claro) y nos hemos olvidado de que el teatro es lo que es y no lo que nos colocan enfrente con frecuencia.

El texto de Las heridas del viento es espléndido. Cautivador, inteligente, irónico, divertido y comprometido. Es verdad que algunas zonas expositivas son narrativas en exceso aunque el conjunto no se resiente en absoluto. Pequeños detalles. La trama introduce al espectador en un bucle del que no puede escapar desde el principio y cuando los personajes están dibujados con apenas cuatro trazos ya siente la necesidad de pegarse al asiento para encontrar respuestas. No sólo a las preguntas que nos plantea la propia trama. Eso sería muy fácil. El espectador se plantea cuestiones íntimas con las que no suele enfrentarse.

David (personaje encarnado por Dani Muriel, que está muy bien aunque le falta algún tiempo hasta que se construya por completo como actor; cosa que le ha ocurrido a todo el que se ha subido a un escenario) se hace cargo de la herencia de su padre. Mientras ordena y clasifica las cosas, encuentra unas cartas de amor que firma otro hombre. Decide visitar a la persona que las envió y aquí comienza el desarrollo fundamental de la obra. La tensión dramática comienza a elevarse desde ese momento en el escenario, el texto se retuerce sobre sí mismo con las primeras frases exprimiendo cada palabra al máximo y… Kiti Mánver (la actriz que representa el papel del personaje que ha enviado las cartas al padre de David) comienza a dar una de las lecciones de interpretación más apabullantes que recuerda el que escribe. Ya saben ustedes que Kiti Mánver es una guapísima malagueña. Sin embargo, en el escenario vemos a un hombre. Cínico, divertido, irónico, apasionado, con un fondo de ternura inimaginable; un hombre que es el dolor, la ilusión y la esperanza de todos los hombres y mujeres enamorados. Y cuando digo que vemos un hombre sobre el escenario no exagero. Olvidamos, por completo, que es una mujer la que está trabajando. El trabajo de Kiti Mánver es maravilloso. Cada gesto, cada frase, cada movimiento, convierte a su personaje en ese que los directores soñaron alguna vez. Un traje de chaqueta negro, unos zapatos negros y un trabajo previo de peluquería (Juan de Grado consigue ese aspecto masculino y envejecido tan imprescindible en el personaje como improbable en una mujer), son suficientes para que la actriz interprete un papel lleno de dificultades por las aristas del personaje. Conmovedora, perturbadora y solvente. De lo mejor que se ha visto en los últimos años.

Lo que resulta incomprensible es que se represente los miércoles y solo esos días. Y que la compañía no tenga firmadas representaciones para todo el año, cada día,  y en toda España. Aquí no hay quien entienda nada.

Dejen que les cuente una anécdota. A mi lado estaba sentado un muchacho. Grande y fuerte. Cinturón negro, segundo dan. Un muchacho que, como muchos, suele evitar dejarse ver cuando afloran las emociones (eso de la sensibilidad oculta prefieren que siga siendo, eso, oculta). Pues bien, el final de la obra fue un mar de emociones, de lágrimas. Le puse la mano en el hombro y le dije que eso era el teatro y no otra cosa. No fue el único, lógicamente. Pero a este chico se lo pude decir porque es mi hijo. A ver quien es el guapo que le lleva, a partir de ahora, al teatro sin una garantía mínima, a cualquier espectáculo que resulte mediocre y vacío.

Es lo que tiene la verdad. Arrasa con todo.