El niño que no quería ser astronauta

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Al mismo tiempo que un hombre pisaba por primera vez la superficie de la Luna, otro hombre veía por primera vez la luz del mundo en Sevilla. Y no deja de tener gracia que, cuarenta y cinco años después, diga que sus padres “se habrían sorprendido menos si les hubiera dicho que quería ser astronauta”. La afirmación la hace Andrés Pérez Domínguez, que con cinco novelas publicadas, más de un centenar de premios literarios y varias decenas de miles de ejemplares de sus libros vendidos, aún siente pudor de decir públicamente que es escritor. “Cuando relleno un formulario en el que tengo que escribir mi profesión, todavía dudo”, confiesa el autor, que termina el último borrador de su próxima novela, con una trama policial ambientada en la actualidad, en Sevilla.

Asegura que su actividad como escritor fue absolutamente clandestina durante mucho tiempo: “sólo mi familia y un par de amigos sabían que escribía, y cuando tenía que enviar algún cuento a un certamen me iba a la oficina de Correos de otro pueblo distinto del mío para que nadie me conociera”. Escribió durante años cada día entre las seis y las ocho de la mañana y entre las tres y las cuatro de la tarde, alternando su actividad creativa con su trabajo en un negocio familiar de muebles. Así concibió ‘La clave Pinner’ y muchos de los relatos con los que obtuvo premios tan prestigiosos como el Max Aub.

Precisamente, reivindica la disciplina como un elemento imprescindible para triunfar en el mundo editorial. “No tengo manías, ni soy bohemio, ni vivo atormentado”, asevera para tratar de demostrar que la de escritor es una profesión que también puede estar alejada de los estereotipos, que requiere de saber relacionarse con la industria y con los lectores, y que sobre todo el esfuerzo diarioes imprescindible. “Para dedicarse profesionalmente a cualquier cosa, hay que trabajar mucho. Para vivir de la literatura, también. Tienes que escribir contento y triste, enamorado y desenamorado”. Y asegura que lo hace, que ningún lector que no le conozca además personalmente será capaz de discernir el estado de ánimo en el que se encuentra exclusivamente por su forma de escribir. No deja que su literatura se impregne de sus emociones, y tampoco permite que le afecte emocionalmente lo que escribe: “Muchos lectores me preguntan si lo pasé mal escribiendo algunas escenas muy duras sobre los trenes que llegaban a los campos de exterminio en El violinista de Mauthausen, pero el escritor tiene que desaparecer de su obra, de la misma manera que un fotógrafo de Playboy que retrata a una modelo se fija, más que en sus curvas, en la luz, en el encuadre, en el enfoque…”. Aún así, procura que sus libros tengan una voluntad literaria y un asunto moral sobre el que reflexionar.

Una de las confesiones que realiza durante la entrevista es un latigazo en la conciencia: dedicó su primera novela a su padre ya quien no podría haberla leído, su abuelo, porque no sabía leer. En él se inspiró además para crear uno de los personajes más determinantes en la trama de la historia de amor, de honor y espionaje que encierran sus páginas. Pérez Domínguez es un tipo justo con quienes le rodean o, simplemente, se cruzan con él en una esquina de la existencia. Libera tensiones con el karate, que practica con el mismo maestro desde hace más de treinta años, y tal vez sea la filosofía de ‘el camino de la mano vacía’ lo que le permite estar en paz con el mundo, conservar a todos sus amigos y citar a Muñoz Molina —a quien también considera maestro— para dividir a quienes habitan el planeta entre deudores y acreedores, y considerarse de los primeros. “No voy por ahí pensando que el mundo está en deuda conmigo, sino todo lo contrario”, sentencia.

La conversación con el autor se llena sin quererlo de pequeñas reivindicaciones, como la del escritor alejado de la bohemia, o la de la figura del editor: “No es un vampiro que le está chupando la sangre al escritor. Hace un trabajo de selección, de publicación, arriesga su dinero. Cuando compras una novela publicada por una editorial, también estás comprando un criterio”, asegura con una vehemencia contenida, pero con firmeza, “tienes que tener en cuenta que la editorial tiene que ganar dinero para que tú lo ganes también. El manuscrito es obra del autor, pero un libro terminado y puesto en las librerías es fruto del trabajo, la experiencia y el esfuerzo de mucha gente”, concluye.

Y resuelto a analizar el contexto editorial en la actualidad, se lamenta de que el entorno digital esté arruinando el negocio en varios sentidos. Por un lado, el escritor sevillano critica con dureza la piratería, “todos nos hemos descargado una película y todos hemos ido a más de ciento veinte por la autovía, pero a la Guardia Civil no le puedes hacer un corte de mangas. Al autor, sí. La gente piratea porque puede. Así de sencillo”. Y aún le preocupa más el hecho de que sea prácticamente imposible encontrar en las salas de espera de las consultas médicas o de las notarías a alguien que lea un libro, porque todo el mundo está pendiente de Facebook en la pantalla de su móvil. Aún así, a menudo le han puesto de ejemplo de autor que sabe gestionar sus perfiles en la red para mantener un contacto medido con su legión de lectores. “Nada más lejos de mi intención. Nunca fue algo deliberado. Surgió de una forma natural, y hasta hoy. Pero Corres el peligro de vivir en las redes sociales. Mi tiempo es muy limitado. Yo soy uno, ellos son miles. Procuro leer todos los comentarios y responderlos, pero hay veces en las que resulta materialmente imposible”.

Durante la conversación, juega con el manuscrito de su última novela, que reposa encima de la mesa en un estuche de cuero que parece confeccionado a medida del rimero de hojas. Escribe a mano, con pluma, simplemente porque le gusta el tacto del papel. “Es una manera muy buena de enfriar el trabajo, te distancias al pasarlo al ordenador, porque si escribes directamente en la computadora corres el riesgo de pensar que está más terminado de lo que lo está realmente”. Numera cada una de las páginas, y cada cierto tiempo también consigna el número de palabras. “Ciento ochenta mil, pero creo que no pasará mucho de quinientas páginas cuando llegue a las librerías”, asegura hojeando el manuscrito, rememorando la cita de Antoine de Saint-Exupéry que decía que “La perfección no se alcanza cuando no hay nada más que añadir, sino cuando no hay nada más que quitar”. Tal vez sea cierto eso que dicen de que se publica para dejar de corregir, añade Pérez Domínguez.

De hecho, no todo lo que ha escrito Andrés Pérez Domínguez ha sido publicado. “La primera novela que escribí, hace veinte años ya, permanecerá en un cajón para siempre por decisión mía. Aunque tengo clavada la espinita de publicar en condiciones óptimas una parte de mi obra, el relato y la novela corta”, se lamenta el escritor andaluz. “Pero es algo que se irá solucionando poco a poco”. De hecho, el año próximo se publicará Los perros siempre ladran al anochecer, una novela breve premiada en 2009 en un certamen iberoamericano. “No me gusto nunca escribiendo, y eso es bueno”, responde como única justificación.

A vueltas con el contexto literario, no cree que haya una crisis creativa. “Hay tantas historias interesantes como gente capaz de contarlas”. Tampoco se deja influir por las modas literarias, —la publicación de sus long sellers coincidió con éxitos editoriales como El Código Da Vinci, La Catedral del Mar o las trilogías de Stieg Larsson y E.L. James— pero reconoce que su primera novela publicada en 2004 en una editorial comercial marcó su trayectoria como autor, y la temática de su obra: “el éxito de La Clave Pinner ha condicionado mi carrera. Detecté que el papel del espionaje en España durante la Segunda Guerra Mundial era algo que no se había contado adecuadamente”. Y lo detectó investigando para aportar rigor a cada detalle, a cada escenario y a cada gesto, como hace siempre. “Para escribir El síndrome de Mowgli vi decenas de combates de boxeo y leí el reglamento completo. Para El Factor Einstein aprendí de física, y visité la casa en Nueva York en la que el Nobel firmó la carta para convencer a Roosevelt de que construyera la bomba atómica. Ahora, gracias a un amigo policía, he pasado muchas horas en la Jefatura Superior de Andalucía”. Y no todo lo aprendido por el autor, en su condición de investigador, termina por tener reflejo en la trama. “A veces sólo sirve para crear una atmósfera”, dice el novelista, “lo que se lee no es ni la punta del iceberg. Lo importante, queda debajo, oculto al lector”.

Además de la disciplina férrea y de la paciencia para esperar buenas oportunidades editoriales para sus obras, el escritor que dejaba la llegada del hombre a la Luna en un segundo plano para su familia cuenta con dos cualidades imprescindibles para su forma de concebir el oficio literario: una inagotable curiosidad y una memoria prodigiosa, digna de estudio neurocientífico. Suscrito ala revista Muy Interesante desde su primer número, presume de no haber perdido jamás una partida de Trivial Pursuit, es capaz de recordar párrafos enteros de libros leídos hace décadas o la fecha exacta y el lugar en el que conoció a cada una de las personas que cuentan con cierta relevancia en su vida, y a otras que no la tienen. Lo que no es capaz de recordar, en cambio, es el instante en el que decidió ser escritor, ni siquiera si lo pensó así en un determinado momento: “desde siempre he sentido el impulso de hacer algo que consiguiera emocionar a los demás, y escribir era la única forma de conseguirlo que tenía a mi alcance”.

@oscar_gomez