Esas personas que casi siempre sonríen

jamessalter

¿Cómo llegamos del enamoramiento luminoso al aburrimiento, la traición y la soledad? ¿Es inevitable ese viaje? ¿Viajamos solos o hay overbooking? Pregúntale a James Salter. Tal vez él pueda darte alguna respuesta. Porque cuando en un relato hay verdad, el lector encuentra su hueco; porque si de algo sirve la literatura, en este libro de James Salter podemos encontrar esa utilidad.

Por razón de mi oficio, estoy obligada a leer mucho -y algunas veces, muy árido-. A lo largo de los años, he adquirido la costumbre de hacer una primera lectura rápida, casi en diagonal. Este hábito casi inconsciente constituye un filtro muy útil en mi tarea diaria, pero a la hora de disfrutar de un libro por el simple placer de hacerlo, tengo que forzar un ritmo menos mecanizado, más lento y reflexivo, y aun así, siento la necesidad de releer quizá con demasiada frecuencia.

El problema se agrava con los cuentos y los relatos cortos. Resulta obvio que para captar la atención del lector en pocas páginas, es preciso recurrir a técnicas literarias diferentes a las propias de la novela convencional. El relato breve dispone de recursos específicos que, bien utilizados, ayudan a dotar de sentido a la historia, sin que la economía de medios propia del género constituya una limitación o un obstáculo. No obstante, una lectura demasiado expeditiva tendrá siempre peores consecuencias allí donde se presupone una cuidadosa selección del material literario y la casi total ausencia de adornos.

Lo dicho hasta ahora nada tiene que ver con la, a mi juicio, abusiva utilización del relato corto como vehículo habitual de ciertas tramas erráticas con finales sorpresivos o abiertos, como si dejar estupefacto al lector fuera una exigencia ineludible de esta modalidad literaria. Con la llegada de las nuevas tecnologías, Internet y el fenómeno creciente de la autoedición, se publican a diario en blogs, revistas digitales y cualesquiera otros formatos imaginables, un sinfín de relatos breves que resultan absolutamente crípticos y suelen dejar al lector con la ingrata sensación de no haber entendido nada.

Elegí pues «La última noche» buscando una apuesta segura, a tenor de las magníficas críticas que el libro obtuvo desde su publicación. Sirva de ejemplo la reseña publicada por el diario El país, en la que Antonio Muñoz Molina escribía en referencia al relato que da título a la obra: «es ese cuento que uno da a leer de inmediato a la persona querida, urgiéndole a dejar de lado cualquier otra tarea; el cuento que si uno lo lee estando a solas quiere leer por teléfono a alguien, o tiene la tentación de contar en voz alta, como contaba de niño en el patio de la escuela una película a la mañana siguiente de verla».

Las diferentes historias agrupadas bajo un mismo título suelen contar con un hilo conductor, algo que las hermana o dota de cierta cohesión. En el caso que nos ocupa, la temática de los diez relatos es común. En cada uno de ellos aparecen planteados, de una forma u otra, todos los siguientes temas: El amor, el deseo, la traición, el aburrimiento, la sensación de fracaso, la infelicidad, el miedo, la soledad. Por este motivo, y como medida preventiva, desaconsejo su lectura «del tirón», uno tras otro. Intercalarlos con otros textos ayudará a diferenciarlos y a diluir ese punto de uniformidad de la que adolecen.

En muchos de los cuentos hay además lo que podríamos denominar un párrafo de contraste, una descripción lúcida y sencilla de la felicidad, momentos de plenitud vividos por alguno de los personajes en el pasado que, no obstante, condicionan de alguna manera su presente. Como muestra, la trascripción de los pensamientos de Phil que aparece en el primer relato, titulado «Cometa» -quizá mi favorito-, al hilo de la conversación que mantiene con unos amigos acerca del adulterio y el abandono de la familia por un nuevo amor. «Ninguno de ellos podía saber, ninguno podía visualizar Ciudad de México y aquel primer año increíble, conduciendo hasta la costa para pasar el fin de semana, cruzando Cuernavaca, ella con las piernas desnudas al sol, y los brazos, la sensación de mareo y sumisión que experimentaba con ella, como ante una foto prohibida, ante una subyugante obra de arte. Dos años en México ajenos al naufragio, él fortalecido por la devoción que ella le inspiraba. Aun podía ver su cuello inclinado hacia delante, y la curva de su nuca. Aun podía ver las finas trazas de hueso que recorrían su tersa espalda como perlas. Aun podía verse a sí mismo, el que era antes». En «Cometa» los personajes son de carne y hueso y las situaciones ocurren en la vida de cualquiera. No hay trampas ni fuegos artificiales, y los silencios –tan difíciles en literatura- son tan elocuentes como lo que sí se dice.

Conforme acabo de anticipar, no comparto la preferencia de Muñoz Molina por el relato que da título al libro. Con ser una historia que en ciertos momentos se respira, «La última noche» tiene un final aparatoso y poco verosímil; en mi opinión es el único texto en el que el autor, tras un planteamiento originalísimo, deja de lado la contención y opta por un final relatado de forma algo ramplona en que se dejan unos cuantos cabos sueltos, algo muy similar a lo que ocurre en el que lleva por título «Cuanta diversión», cuyo desenlace es también precipitado y efectista.

Entre mis preferencias se encuentra «El don», porque consiguió sorprenderme; ciertos pasajes de «Platino», como este que trascribo: «Llegaba a casa lleno de felicidad prohibida, prohibida pero incomparable, abrazaba a su mujer y jugaba o leía con sus hijos. Lo prohibido nutre el apetito por todo lo demás. Iba de lo uno a lo otro con el corazón puro», y también el relato que ocupa el octavo lugar, titulado Bangkok: «Sentí el estúpido impulso de probar algo diferente. No sabía que la verdadera felicidad consiste en tener lo mismo todo el tiempo»[…] «Aquella mañana en Hudson Street, sentados al sol con las piernas levantadas, satisfechos y conscientes de ello, enamorados el uno del otro, aquel día supe que tenía todo lo que la vida me podía ofrecer […] Lo recuerdo muy bien pero ya no puedo sentirlo. Pasó».

Salvo algún exceso al que ya me he referido, la prosa desnuda de James Salter proporciona verdad a las historias y aligera su carga dramática, sin restarles profundidad ni fuerza. Los personajes son viejos conocidos, y sus preocupaciones, las nuestras. Así pues, busquen un ratito al día para acurrucarse en el sillón más confortable de su hogar, preparen té o café y esperen quizá a oír la lluvia tras la ventana. Aprovechen entonces para recorrer las 1900 páginas de Guerra y Paz, de Tolstoi, o las 800 del Ulises, de Joyce, y entre capítulo y capítulo, tómense un respiro. Lean uno de los relatos de «La última noche», hasta completar los diez, y después, por favor, háganme saber cuál de ellos es su favorito.