Imagen y materia de lo intangible
No me suele gustar el arte religioso. Me aburre que me mata. Y sin posibilidad de una vida futura, en mi caso. Hay pocos artistas en los que encuentre una mirada, esa pulsión de misticismo de Ucello, la transgresión de un Caravaggio, un virtuosismo que se aleje de los estereotipos, como el de Rafael Sanzio; la desmesura de Sert. Casi siempre la chispa se enciende en lo histórico de las escrituras o en lo pagano. Eso no resta mérito a la carga cultural e histórica de este tipo de arte, ni tampoco implica que no existan obras memorables. En esta exposición se pueden ver algunas de ellas.
La primera vez que oí hablar de las Obras Maestras de la Colección Masaveu fue con motivo de la exhibición que organizó el Museo del Prado en 1989, en el Palacio de Villahermosa, la actual sede de la Thyssen-Bornemisza. Me quedé estupefacto. ¿Cómo podían estar en manos particulares esos fabulosos retablos góticos y renacentistas, los bodegones? Con el paso del tiempo, diarios e informativos anunciaron el pleito de los gobiernos de la Comunidad de Madrid y el Principado de Asturias por lo que fue el pago de los derechos sucesorios más elevados de la Historia de España, tras la muerte de Pedro Masaveu en 1993, que supuso finalmente el depósito, como dación, en el Museo de Bellas Artes de Oviedo de más de cuatrocientas obras de una calidad extraordinaria. Se fue desgranando el proceso de acumulación de arte en manos de una familia: el establecimiento de unos grandes almacenes en la capital asturiana, aprovechando el auge de la minería y de la industria a finales del ochocientos; el salto a la banca, la diversificación de los negocios en una productiva postguerra y la consolidación final de un patrimonio, un grupo industrial y una colección de pintura, amenazados -pero no mucho- por la soltería de los últimos herederos y por la Hacienda Pública. La importancia de ésta compilación viene de haber insistido los coleccionistas, con ideas claras, en dos únicos temas: pintura religiosa y bodegones, por más que en los últimos años se haya avanzado en la compra de arte contemporáneo. El origen de los fondos está en las desamortizaciones, la decadencia de las casas nobiliarias y las dispersiones de la Guerra Civil.
La mayor parte de las obras que se exponen en Madrid no habían sido contempladas anteriormente por el público. Se ordenan en una secuencia cronológica, dispuestas en las salas según la composición de los materiales. La abren la madera y el oro, la luz de la divinidad que absorbe el culto de lo pagano y lo deposita en el gótico, muchas de esas piezas proceden de retablos. Avanzamos por una profusión de santos, de crucificados, de flagelaciones, documentando la creación del ídolo y de sus avatares, en contradicción con el mandamiento bíblico que escarmentó a los hijos de Israel. Todo está delicadamente restaurado, conservado, enmarcado, iluminado. La transición al Renacimiento pasa del dorado a los efectos de la pintura, un cambio que se prolongó mucho en el tiempo, como siempre sucede en nuestro país con los movimientos artísticos, dándole características propias. Hasta aquí todo es estático, previsible en las convenciones de la pintura valenciana y catalana del siglo XV.
La emoción estalla con los maestros flamencos y alemanes, presentes en la península por las relaciones comerciales y artísticas del imperio de los Habsburgo. El Tríptico del descendimiento, de Joos van Cleve (c.a.1520) de una factura excepcional, donde la figura de Cristo no es más que el pretexto para un desfile de comitentes y un estudio de la expresión y el movimiento. El campamento de Holofernes (1538) de Mathis Gerung que nos recuerda las batallas del Escorial y que seguramente las inspira, con el detallismo anecdótico de las multitudes, el fondo de los artificios arquitectónicos, el paisaje; con los tipos y los actos que intentan recrear un instante en la historia del mundo y establecer un relato. Asombroso. El cuadro quiere retratar la situación centroeuropea bajo el pretexto de una secuencia del Deuteronomio. Una pintura soberbia. En el excepcional Bosco, Las tentaciones de san Antonio, coinciden un infierno, un paraíso, un carnaval, en un cuadro muy importante que es sin duda envidiado por todos los grandes museos de la Tierra.
En la segunda mitad del XVI, la perspectiva desplaza los materiales. Encontramos una versión reducida de El expolio de Cristo (ca. 1577) de la sacristía de la Catedral de Toledo, lo que parece un estudio para la obra grande, en sofisticados tonos coñac, turquesa y amaranto, colores sobrenaturales para caracterizar acontecimientos que exceden el mundo, conteniéndolo. Algunas obras mediocres del barroco son redimidas por otro de los iconos de la colección, el retrato (ca. 1640) de Santa Catalina de Alejandría, de Zurbarán, enjoyada y suntuosa en una de sus reconocibles y acertadas composiciones de medio perfil, con un espíritu caballeresco y galante, esgrimiendo una espada. Nos sorprende el realismo de una escultura policromada, San Diego de Alcalá, por Pedro de Mena (ca. 1660) y –después de algunos intrascendentes Murillos- el simbolismo de Los sentidos, del taller de Arellano, cinco lienzos curiosos y muy logrados -con la participación sorpresiva de nuestros padres primigenios, Adán y Eva- en los que la temática de las pinturas es considerada en una inusual clave religiosa. Junto a ellos un emponzoñado y magistral Florero con insectos (1654) de Arellano.
La Fundación María Cristina Masaveu Peterson posee más de mil quinientas obras que llegan hasta Goya, a Warhol y Braque; una destacada colección de fotografía contemporánea, la Assumpta Corpuscularia Lapislazulina (1952) de Salvador Dalí. Están repartidas por diferentes sedes, entre otras el asturiano Palacio de Hevia, en Siero. Nos gustaría verlas.
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