Les Contes d’Hoffmann: Ópera sin manual de instrucciones

Les contes d'Hoffmann
Que un montaje de estas características tenga que ser explicado es mala señal. Si la intención no está clara, si eso queda para paladares exquisitos o cercanos al creador, es que algo está fallando. Christoph Marthaler y Anna Viebrock, director de escena y escenógrafa de esta producción del Teatro Real de Madrid que representa Les Contes d’Hoffmann, intentan explicar (al menos parcialmente) por qué nos han contado las cosas de ese modo. Y lo hacen a través de un poema que recita Altea Garrido, (del que es autor Álvaro de Campos; si lo prefieren Fernando Pessoa), así como quien no quiere la cosa, rompiendo el ritmo de la ópera porque se le ocurrió a alguien en un momento de inspiración grandiosa. Además, se recita con una rapidez que no permite al espectador entender lo que está pasando ni lo que se le está diciendo. Prescindible por innecesario. Prescindible por necesario y explicativo. No hay excusa alguna para algo como esto, ni para la puesta en escena que nos presentan como si fuera el invento del siglo; un invento que no aporta nada, absolutamente nada, a la obra de Jacques Offenbach.

¿Cuándo se van a enterar algunos de que la imagen artística es un elemento que hace posible y busca la comunicación y que sin un entendimiento mínimo del espectador esa imagen se queda vacía? En realidad, esa imagen, se queda en el lugar en el que se ideó: en lo exclusivo para unos pocos y en el regocijo propio del creador pagado de sí mismo. A este paso, el público que acude a la ópera va a tener que leer media docena de libros (del director de escena no del autor de la ópera) y un manual de instrucciones redactado por un erudito dedicado a limar gustos toscos del populacho si es que quiere entender algo de lo que le cuentan.

Si bien es cierto que la recreación del Círculo de Bellas Artes de Madrid está bien diseñada, la puesta en escena no termina de funcionar bien (sobre todo en el primer acto en el que el escenario se convierte en un trasiego incómodo de personajes, coro y figurantes; un trasiego que quiere deslizarse hacia el territorio del humor y del que se queda muy alejado). Ese concepto multidimensional, en el que tantas y tantas cosas caben, se aleja de los mortales y, da la casualidad, que buena parte de público es eso, mortal.

La pedagogía Mortier llegó hasta donde fue posible (y es de agradecer), pero no caló tanto como para que todas las propuestas se acepten con entusiasmo. Ni siquiera para que se acepten a secas.

Para ser justos, la potenciación del carácter dramático del protagonista, su visión onírica de la realidad o, al menos, esa mezcla tan atractiva de realidad y ficción (dentro de la ficción) que nos coloca en una frontera apasionante, es todo un acierto. Hace que los personajes crezcan y ayuda a entender un libreto que nos traslada de un amor a otro del personaje y que sumados son un solo sentimiento, una sola persona; un amor condenado desde el primer momento al fracaso.

Musicalmente, el nivel es extraordinario. Sylvain Cambreling se siente cómodo y arrastra a sus músicos hasta un territorio en el que todo funciona sin problema alguno.

Del mismo modo, el coro hace un trabajo interpretativo y vocal, sobresaliente. A pesar de andar de acá para allá sobre el escenario, cumplen más que bien.

Eric Cutler (muy bien de voz y muy bien en su labor dramática), Anne Sofie von Otter (extraordinaria), Ana Durlovski (solvente) y Measha Brueggergosman (sensual y bien de voz), forman el núcleo principal vocal e interpretativo. Sólido y sin altibajos.

Este montaje, que se recibe con aplausos y abucheos a partes iguales (sobre todo al final del primer acto) pudiera ser el arquetipo de lo que se intenta con la ópera clásica actualmente; podría ser la flecha que señala un lugar. La pregunta es ¿qué lugar es ese? ¿Existe realmente?