Más allá de ElDorado, oro y poder en la Colombia antigua
Museo Británico – Londres
17 de octubre 2013 – 27 de marzo de 2014
Oro. La leyenda del Hombre Dorado de la laguna de Guatavita capturó la imaginación del Renacimiento y atrajo, como moscas a la miel, a los aventureros al Nuevo Mundo: Lope de Aguirre, Francisco de Orellana, Felipe de Utre, Pedro de Quesada… Las expediciones armadas atravesaban selvas y desiertos, violentas cordilleras y mefíticos pantanales, sucediéndose los sufrimientos y las penalidades en busca de la realidad de un sueño. Eran las ciudades de oro que Marco Polo había visto en Cipango, cuyo resplandor prendió con violencia en la imaginación medieval.
Enceguecidos por la codicia se atisbaban ya los tesoros, en el medio de las fiebres interminables, detrás de unos árboles, al otro lado de un monte, bajo las ruinas de una ciudad perdida.
En los caminos de España, cantores y lazarillos expandían la especie por los pueblos castellanos, sofocados por un sol implacable. Oro, allí, en alguna parte, a disposición de quien fuera tan osado e ingenioso como para llegar y agacharse a recogerlo. Acudían los muchachos a los muelles de Sevilla y a las casas de contratación para embarcarse como grumetes. Oro: reconocimiento, honores, riquezas, fama, inmortalidad. Como primicia de todo ese esplendor, los indios salían de las espesuras con objetos de una belleza bárbara que intercambiaban por baratijas y la pregunta de aquellos hombres blancos y barbados era siempre la misma, gritada con desesperación, ¿Dónde, dónde está el oro, de dónde viene?
El mito de Eldorado ha quedado grabado para siempre en la memoria colectiva de la humanidad a través del cine y de la literatura, hasta llegar a nuestros días.
Durante siglos, los europeos intentaron arrancar sus secretos a la laguna, llegando incluso a drenarla para extraer sus tesoros. Después, revelado el mundo, descartada ya la existencia de ese país con las murallas erigidas en bloques áureos, el gobierno de Colombia inició la colección de los objetos singulares manufacturados por los pueblos precolombinos hallados en excavaciones y enterramientos. Porque lo que hicieron los incas, mayas o aztecas con sus ciudades monumentales, lo moldearon los antiguos colombianos en oro. Hoy se encuentran en las cámaras acorazadas del Museo del Oro de Bogotá y desde allí viajan por el mundo para ser exhibidas. Ahora, parte de ellas están en Londres y las multitudes que habitan y recorren la ciudad, se agolpan en la oscuridad, ante las vitrinas del Museo Británico, aguardando su turno para contemplarlas en una oportunidad única.
La sofisticación de los pueblos Muisca, Quimbaya, Calima o Tairona, que poblaron el antiguo virreinato de Nueva Granada, elaboró piezas extraordinarias, porque para esas culturas el oro reflejaba el brillo divino de la luz solar y era símbolo de poder y de inmortalidad. Atorados por las drogas narcóticas, los sacerdotes se encarnaban en jaguares, en hombres-lagarto o murciélago, en cocodrilos, para revelar desde el trance sus previsiones y vaticinios. Los artesanos dieron forma a esos engendros acomodando las planchas de brillantes aleaciones.
Eso es lo que nos encontramos en las vitrinas del museo además de las cerámicas que nos intentan acercar a lo cotidiano de esas culturas, herméticas aun hoy para el hombre moderno.
Son los tunjo, las extrañas varillas modeladas en oro con cabezas antropomorfas con los que los muisca marcaban su territorio y se comunicaban con lo sobrenatural; los pororos utilizados por los quimbaya para guardar las hojas de coca antes de su masticación durante los rituales religiosos; los cascos mágicos que infundían con poderes sobrehumanos a quienes los revestían, cuyos cráneos brillaban en la penumbra de la floresta; los pectorales y los adornos corporales en forma de murciélago, un animal vinculado con las tinieblas y por lo tanto el inframundo. Una de las secciones de la exposición se refiere al uso de las plantas, el tabaco y los alucinógenos aparte de la coca, que permitían a los chamanes tornar visible lo invisible y conectarse con el cosmos. Aún se desconocen muchas de las prácticas y las mitologías, y los objetos se nos ofrecen con una belleza exótica, totémica, extraña en su singularidad, indescifrables y en ello radica su interés y su atracción.
Destaca por lo extraño un pectoral antropomorfo tairona, así como un contenedor de lima en forma de jaguar, la escultura-pororo de una mujer sentada y un caimán de una factura exquisita.
La lectura que se quiere dar a la exposición es que más allá de la leyenda, el oro se ha convertido en un vehículo entre diferentes culturas, pero también en el puente entre una antigüedad apenas atisbada y nuestra época. Aún hoy los indios colombianos mantienen sus artesanías y manufacturas; sobre eso quiere llamar la atención la muestra, la posibilidad de que esos pueblos sean destruidos por los buscadores de petróleo y de otros recursos naturales, ese nuevo Eldorado de la modernidad que amenaza con arrasar el planeta, como los conquistadores deslavazaron ese entramado de pueblos autosuficientes que con sus artes primitivas nos dejaron su legado artístico. Es pues el momento de echar una mirada sobre los tesoros del pasado para valorar lo que queda en el presente de su riqueza insustancial. El país americano aprovecha también para proyectarse como destino turístico y cultural de primera magnitud cuando parecen asentarse la paz y la economía crece.
Fundado en 1939, el Museo del Oro cuenta con una de las colecciones prehispánicas más importantes del mundo en objetos de metales preciosos y alfarería entre los que destaca la balsa que representa la ceremonia del lago, donde el cacique quimbaya con el cuerpo literalmente cubierto de polvo dorado, ofrenda a los dioses.
Una tercera parte de las piezas proceden de los propios fondos de la institución británica, los demás viajan protegidos por las leyes internacionales que impiden el embargo sobre obras de arte en préstamo y pertenecen al Banco de la República de Colombia. La exhibición se realiza bajo los auspicios de la banca privada Julius Baer de Suiza, donde habita hoy Eldorado. Un patrocinio de lo más oportuno.
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