Sensaciones I: Roberto Devereux de Donizetti
Era el año 1991 cuando fui a ver por primera vez una ópera. Tenía entonces yo 9 años. Mi madre dijo: “Vamos al Teatro Cervantes a ver El barbero de Sevilla”. Allí, desde Buenos Aires, y a los 9 años, a mí los nombres Cervantes y Sevilla todavía me eran extranjeros, y hasta incluso términos de ficción, sobre todo pronunciados en ese contexto. Hoy, 23 años más tarde, veo por primera vez una ópera en el Teatro Real de Madrid. Aquello ya no es extranjero: yo soy española aunque uno a los 9 años no sospeche que puede sortear fronteras con la identidad. Y Cervantes y Sevilla ya no se juegan como meras palabas de títulos o nombres vacíos, como ficción; ahora son real, como el Teatro.
Entre medias, vi óperas en distintas ciudades del mundo. ¿Pero qué es eso que es la infancia? El momento donde comienzan a impregnarse las cosas por primera vez. El mismo año que mi madre me llevó a ver El barbero de Sevilla (Giacchino Rossini), también me llevó a La flauta mágica, de Mozart. Y un año después, en 1992, me dijo: “¿Te acordás de las óperas que vimos el año pasado? Bueno, tengo entradas para ir a ver otra, se llama El elixir de amor, ¿querés?”. Yo no sabía que era Donizetti. Le dije que sí. Me gustaban la palabra amor y la palabra elixir, y sobre todo: tenía recuerdos bellísimos de aquellas experiencias de óperas. Las gargantas vibrantes, los trajes de las mujeres, las lámparas del teatro y algo inolvidable: nuestro palco. Era mucho mejor que jugar a la casita (aunque a los 9 ya no jugaba, pero la tenía fresca en el recuerdo). El palco era tener una casa de color rojo sangre, suave como la piel de aquella primera mascota de la infancia. Con cortinas pesadas, sillas importantes, espejo, perchero y una puerta que tenían que golpearnos. Sí, una casita en el teatro. Era mágico. No parecía real. La infancia es ese momento donde lo real es una variable que no se persigue ni se siente.
Hoy, 22 años más tarde, vuelvo a ver, por segunda vez, una ópera de Donizetti. Pero es en el Teatro Real de Madrid. Donizetti ya no es un desconocido aunque uno en la infancia ni sospeche que está transitando esa etapa-esponja de la vida en la que cosas que ni siquiera se comprenden luego van a tener todo el sentido del mundo, se van a resignificar, van a volver una y otra vez, y por sobre todo (hasta el juego, hasta el teatro) se van a volver real. No me da pena; asumo el paso del tiempo sin resignación y disfruto de ver una ópera con otras variables e intenciones. Disfruto hoy de Donizetti de otra manera, disfruto de un teatro que ni soñé ni jugué que existía.
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