Windermere Club: ¡Adiós, esencia, adiós!
Se estrena en el Centro Cultural de la Villa de Madrid la adaptación de la obra de Oscar Wilde El abanico de Lady Windermere, una obra que habla de hipocresía, de los caprichos y las habladurías como forma de vida, de una superficialidad extrema en las personas. Pero la producción falla en su propuesta y deja en el espectador la sensación de haber visto cualquier otra cosa.
Oscar Wilde escribió El abanico de Lady Windermere (Lady Windermere’s Fan) para mostrarnos una sociedad burguesa estúpida, hipócrita y frívola; un grupo en el que las apariencias mandan y ordenan un universo casi perverso que giraba alrededor de la riqueza y del chisme. Y lo hizo con gracia, con una finísima y elegante ironía, construyendo a sus personajes para que tuvieran un recorrido suficiente. En fin, Oscar Wilde escribió una obra de teatro de calidad.
Si Wilde pudiera asistir a una de las representaciones de Windermere Club en el Centro Cultural de la Villa (Fernán Gómez) tal vez exigiría tener una conversación con los responsables de la producción. Seguramente les pediría explicaciones sobre ese lenguaje soez que se usa buscando el chiste fácil, sobre una adaptación que quiere arrimar el texto a los tiempos actuales y se deja olvidada la esencia, sobre el destrozo que significa repetir un texto (salpicado con palabras malsonantes) por parte de los actores y que suena a despropósito. Porque la obra de Wilde habla, también, del lenguaje como herramienta traicionera e incontrolable; porque, aunque abordó asuntos que caben en cualquier tiempo, cada cosa debe ser tratada desde un prisma concreto si se quiere decir lo mismo; porque un texto de calidad no puede desmoronarse ubicado en un entorno que podría servir para hablar de cualquier otra cosa, pero no de esta.
Respetar un texto no es igual que ser fiel a lo que dice. Una frase con sentido se vacía por los cuatro costados si en el escenario nada de lo que está sucediendo tiene que ver con eso que se dice. Adaptar a los tiempos modernos una obra de teatro no consiste en colocar un ordenador sobre una mesa del escenario o mostrar a los personajes con un móvil en la mano. Confundir la frivolidad o la superficialidad de un personaje con el histrionismo o con la repetición de frases que llegan al espectador sin significado alguno no es adaptar una obra para demostrar que los problemas del siglo XIX son los mismos que los actuales. Adaptar una obra supone un esfuerzo que consiste en respetar lo que el autor del texto quiso decir. No pasa nada si se incorporan elementos que nada tenían que ver con la época en la que se desarrollaba la acción. Sí que pasa cuando el espectador descubre que ha ido al teatro a ver otra cosa.
Susana Abaitua interpreta el papel de Sara (Lady Windermere en el texto original). Es una actriz que puede dar mucho de sí sobre un escenario aunque le falta pisar algo más las tablas, sobre todo con algo más hondo para dejar que veamos lo que es capaz de hacer. Habrá que seguir su trabajo. Javier Martín es el ejemplo de lo que no se puede hacer con un personaje. Defiende el papel de Augusto, que en la obra de Wilde es un millonario que, sin una gran inteligencia es capaz de disfrutar y sacar buen partido a su posición social. En Windermere Club es, sin más, tonto de remate. No nos reímos de lo que dice. Nos reímos de un personaje ridículo. Buena parte de culpa es del director. Lo mismo ocurre con Teresa Hurtado de Ory. No deja de gritar, no deja de moverse como pollo sin cabeza por el escenario, y no deja (si es que se puede decir así) títere con cabeza respecto a su personaje. Aquí, la culpa se la reparten director y adaptador. El texto que le toca interpretar es, sencillamente, horrible. Incluso lo que escribió Wilde suena cutre. Natalia Millán (Sra. Nadir, aquí; Mistress Erlynne en el original), no está mal, pero su personaje aparece desfigurado, muy alejado de lo que debería ser. Frivolidad en exceso que nos impide llegar al núcleo de su consciencia. En la obra se debate si es ella la buena persona o lo son los otros; si es ella la que es capaz de desplegar humanidad y amor o es imposible para cualquiera. Emilio Buale y Harlys Becerra, cumplen.
Hay quien piensa que este tipo de trabajos invitará al público a visitar los teatros. Un buen rato, una risa fácil, un decorado apañadito… Y no, a la larga, lo que podría suceder es que nos quedemos sin teatro, que solo podamos acceder a obras producidas bajo el yugo del low cost. Y nadie quiere eso. Las taquillas desastrosas no son el resultado de programar a Wilde o a Lorca. El problema es otro y programar buscando rentabilidad como gran objetivo no es la solución.
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